El resultado fue un caos de partido porque el Sevilla se refugió más allá de sus líneas y dejó a la intemperie a Negredo y Luis Fabiano, que eran Robinson Crusoe y su hermano, más solos que la una. A fuerza de contragolpes aislados unos y de empujones ciegos los otros, el partido fue un sinsentido continuo, de esos que hacen que el espectador saque la navaja y amenace con abrirse las venas allí mismo.
Las ocasiones llegaron por acciones inspiradas de unos y otros, muy pocas, y el choque quedó finalmente en manos de los destripadores del juego, los Romaric, Khedira, Zokora, Lass y demás, que robaban mucho y creaban muy poco.
Hizo una cosa buena Mourinho: metió a Granero y el equipo inmeditamente ganó juego, no mucho, pero lo suficiente para que apareciera más gente al encontrar socios, y gente importante como Ozil y Di María. A pesar de estar con diez entre ambos generaron el gol del argentino en una excelente elaboración de alemán y un gol de cuco del argentino. Al instante, Mou metió en el campo a Albiol para proteger el resultado y el Sevilla, romo arriba todo el tiempo, vio un muro ante sí que ya no pudo levantar.
Al final, el partido acabó como empezó y transcurrió, patadas por todos lados, el Madrid defendiendo, el Sevilla empujando con todos, con golpes, cabezazos, un descontrol de partido en el que cualquier cosa podía pasar. Granero, el mejor, intentó poner orden y fútbol pero los dragaminas y la tensión del encuentro era tal que allí sólo funcionaba el físico, el músculo y la fe ciega.
Al Sevilla el faltaba talento y juego para levantar aquello, con un Madrid muy recobrado, con más confianza, agarrándose al partido con todo porque eran puntos vitales en un choque que se le había complicado por todo lo pasado. El Madrid, aun con diez, fue a ahogar al Sevilla cada vez que tocaba el balón.
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